En el instante en el que la punta
de su dedo índice toca mi piel, un escalofrío recorre mi ser, es como si un
cortocircuito hace que todas las luces de la ciudad se vayan apagando, y yo, tenga
el privilegio de presenciar ese momento desde la cima de una montaña, quedando completamente a
oscuras. Ya no soy yo.
Primero, dibuja un pequeño
círculo en mi hombro izquierdo, una honda se expande. Bajo mis párpados
cerrados, las córneas se mueven, ciegas. Sin perder el contacto con mi piel, desliza
su dedo a lo largo del hombro, asciende por el cuello, tiene el poder de
hacerme estirar, como una varita mágica. Antes de llegar al nacimiento de mi
cabello con un pequeño giro se dirige hacia el centro del cuello. Se detiene
justo encima de mis cervicales. Tiene trazado el camino. Empieza a bajar. A
medida que baja, mi cuello levemente se inclina hacia atrás. Un hilo invisible
me obliga. Su varita mágica sigue por la
columna dorsal, cuando pasa a través de los omóplatos, frenéticos, quieren
tocarse bajo la piel. Continúa bajando. El inicio de la espalda va quedando
atrás. Atraviesa mi cintura y cuanto más
se acerca a la punta del Rombo de Michaelis mi trasero se levanta. Quiere
pavonearse. Cuando la alcanza se detiene. Como si dudase en continuar. Tan solo
unos milímetros lo separan de estar en el centro, entre los hoyuelos de Venus.
Por mi mente se suceden imágenes. A lo lejos veo la pirámide de Guiza.
Imbatible. Una fuerza extraña me empuja a caminar. Vamos juntos.
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