De pie, me acerco a la ventana.
Está cerrada. El marco es de madera, algunas grietas de un color más oscuro lo
envejecen. El alféizar es de mármol blanco. Encima, hay una maceta de un color
pálido con unas pequeñas hojas verdes dibujadas, llena de tierra, sin vida. El exterior casi me
da de frente. A veces unas rápidas nubes permiten que algún rayo de sol se
deslice sobre el mundo.
En ese momento quiero sentirme
libre. Me desprendo del jersey que llevo
puesto. En el momento en que lo saco por
la cabeza, mi pelo suelto, es liberado deslizándose por mis hombros
desnudos. No llevo ropa interior, por lo que, mis pechos, más sensibles que el
resto de mi piel sienten el contacto con la nada.
Mi mente regresa a lo que llevo
en la mano. Agarro con fuerza el mango. Alzo lo que sujeto ante mi vista. En
ese instante la luz resplandece en la hoja y un ligero destello hiere mi
retina.
No es diferente al resto, no es
más grande, ni la hoja está más afilada que ninguno de los que haya visto antes.
Del mango sobresale una hoja que muere en unos diez centímetros. Lo observo
fascinada. Como arma, es ligera y silenciosa.
Levanto mi otro brazo. Pálido,
hace justicia al tiempo. Unas finas venas azules asoman por debajo de la piel a
la altura de la muñeca. Sinuosas como serpientes. Poso la punta del cuchillo
justo en el centro de la muñeca. Mi idea no es hacerme daño. Es alcanzar
sensaciones. Como si el viento soplase con la única intención de tocar mi piel.
Deslizo la punta por mi antebrazo, no con mucha fuerza, pero sí la suficiente
como para que una fina línea roja nazca haciendo visible el recorrido que el
“invitado de honor” hace a su paso. Sigo el trayecto marcado muy despacio.
Llego a mitad del antebrazo y no puedo
evitarlo. Tengo la necesidad de apretar con más fuerza. Puedo sentir como la punta penetra en mi
piel. No llego a sentir dolor todavía. Estoy demasiado relajada. Es como si lo
deseara hace tiempo. Una pequeña gota como la cabeza de un alfiler asoma.
Brilla ante mis ojos como el más bello atardecer. Fuera ya, recorre mi brazo, e
igual que un pequeño pájaro que abandona el nido y por primera vez llega justo
al borde, duda en lanzarse o no al mundo.
Se arroja.
Por un instante queda suspendida
en el aire y… mis fantasmas se liberan
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