martes, 23 de abril de 2013

Rombo de Michaelis



En el instante en el que la punta de su dedo índice toca mi piel, un escalofrío recorre mi ser, es como si un cortocircuito hace que todas las luces de la ciudad se vayan apagando, y yo, tenga el privilegio de presenciar ese momento desde la  cima de una montaña, quedando completamente a oscuras. Ya no soy yo.
Primero, dibuja un pequeño círculo en mi hombro izquierdo, una honda se expande. Bajo mis párpados cerrados, las córneas se mueven, ciegas. Sin perder el contacto con mi piel, desliza su dedo a lo largo del hombro, asciende por el cuello, tiene el poder de hacerme estirar, como una varita mágica. Antes de llegar al nacimiento de mi cabello con un pequeño giro se dirige hacia el centro del cuello. Se detiene justo encima de mis cervicales. Tiene trazado el camino. Empieza a bajar. A medida que baja, mi cuello levemente se inclina hacia atrás. Un hilo invisible me obliga.  Su varita mágica sigue por la columna dorsal, cuando pasa a través de los omóplatos, frenéticos, quieren tocarse bajo la piel. Continúa bajando. El inicio de la espalda va quedando atrás.  Atraviesa mi cintura y cuanto más se acerca a la punta del Rombo de Michaelis mi trasero se levanta. Quiere pavonearse. Cuando la alcanza se detiene. Como si dudase en continuar. Tan solo unos milímetros lo separan de estar en el centro, entre los hoyuelos de Venus. Por mi mente se suceden imágenes. A lo lejos veo la pirámide de Guiza. Imbatible. Una fuerza extraña me empuja a caminar. Vamos juntos.

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